Un plato de sardinas y un lobo de dos patas
Por las abuelas que nos hicieron saber que valíamos la pena
La bisabuela Concepción abría la puerta de casa a personas que no conocía. De ellas solo sabía que tenían hambre. Les preparaba un plato de sardinas y las observaba quedamente. La bisabuela Concepción no era rica. Simplemente sabía que tenía más que otros. Eso le bastaba para comprender que había demasiadas cosas que no funcionaban.
Mi abuela, Carmen recorría de adolescente los montes, en plena noche, para aprender a coser. Nunca me lo ha dicho, pero de sus palabras se transluce el miedo enroscado en cada colina, a la vuelta de cada esquina. Una niña en un mundo de lobos. Los que más miedo daban, los de dos patas.
No hablar del miedo para no conjurarlo. Mencionar la solidaridad para que quede constancia de que hemos sido buenos. Preparar trajecitos de dos piezas para la nieta, yo, aquella que ha sido la primera en todo. La primera nieta. La primera hija. La primera. El peso de la responsabilidad. El simbolismo de un plato de sardinas. Aquella bisabuela a la que amas tanto, solo por saber de ese gesto. Aunque nunca la hayas conocido. Esa abuela a la que adoras, porque te recogía del colegio y con ella caminabas por campos de margaritas. Porque te hizo saber que valías la pena.
Es primavera y el camino de margaritas ya no existe. Tampoco nadie llama en mitad de la noche, aterido de frío. Hemos mejorado, parece. No nos manchamos las botas con el barro y la helada. No nos morimos de hambre. Y sin embargo, quizás hemos perdido por el camino aquello que un día nos hizo sentirnos orgullosas de nosotras mismas.