Se llamaría Kirsten
Una nota del súper con cuatro paquetes de Tampax, las llaves de una casa con un llavero de Astérix.
Llevaba el pelo, rubio natural, cortado a la altura de los hombros, con un flequillo tan recto como su aire marcial al caminar. Una gabardina antigua, con las costuras medio abiertas y el bajo deshilachado, dejando intuir la pérdida de una antigua gloria, como la hija maldita de un conde alemán que la había desheredado por su alcoholismo.
Alemana, sí, tenía que ser alemana. Gafas metálicas sujetas sobre la punta de la nariz, una cara aniñada y el extremo convencimiento que tuve de que trabajaría como antropóloga en alguna reputada universidad del Rhin, investigando los rituales de las monjas que llegaban a Tánger y seguían expandiendo el cristianismo en tierra de infieles. Algún trabajo extraño, atónito, agotador levantándote a las seis y media de la mañana para llegar a misa de siete en aquel convento con la calefacción a tope, el Avemaría pronunciado por un cura croata que casi había olvidado la liturgia. Se llamaría Magda, Heidi o Kirsten. Sí, Kirsten le sentaba bien.
Metía las manos en los bolsillos mientras caminaba y en ellos tenían que esconderse objetos fascinantes sin ningún tipo de orden ni concierto: una canica de cristal gris, un bolígrafo rosa para escribir en un diario adolescente, caramelos de limón con el papel pegado después de tantos días de encierro, una nota del súper con cuatro paquetes de Tampax, las llaves de una casa con un llavero de Astérix.
Entraría en una casa sobria, minimalista, sin amor. Se tumbaría sobre la cama y olvidaría, en aquel momento, la antropología, los libros, la nobleza alemana, para ser simplemente lo que era: una mujer de treinta años que no tenía ni puta idea de qué hacer con su vida.