La isla que supuraba sangre. Capítulo 7
7.
La bisabuela de Helena tardó mucho tiempo en descubrir que su marido había sido fusilado un día de noviembre de 1940, el mes de su cumpleaños. Yo recorría obsesivamente las huellas en piedra junto al muro del cementerio, convencida de que en ellas quedaba un hilo de los que se había ido. Mela me contó una tarde que un escalofrío recorría su espalda cada vez que pasaba por aquella tapia que sobresalía un metro y medio por encima de nuestras cabezas. El límite para no errar el tiro.
La bisabuela Helena nada supo durante años de la suerte que había corrido Raúl, así que recorría cada semana el camino hacia el último pueblo antes de la isla con sus hijas en ristre, para llevarle un trocito de empanada, un trozo de bizcocho que había cocinado la noche anterior a la luz de una vela, unas manzanas de la huerta de algún vecino. Retazos humildes de una cotidianidad que se negaba a morir. Como un hilo que siguiese conectando al marido preso con el mundo que quedaba fuera de la isla, para recordarle que hubo un tiempo en el que tenía tres hijas y una mujer con las que merendaba en el campo, un día cualquiera de agosto.
Para entonces Lucía había cumplido los quince sin haber pisado ni una romería, y María había pasado por su décimo cumpleaños olvidándose cada día un poco más de aquel padre al que en ocasiones tenía la duda de si había llegado a conocer.
Coral hacía tiempo que nada sabía de él, aunque en las palabras apresuradas de sus cartas preguntase por él como en un grito ahogado a una madre que no sabía leer. Helena seguía teniendo una confianza ciega, casi infantil, en su liberación, aunque nunca hubiese podido ir a verlo a la isla, como hacían a veces otras mujeres. Las familias de los presos viajaban juntas, cruzaban la ensenada de Cesantes en grandes lanchas compartidas tras pagar una peseta por la travesía. En aquella orilla no había entonces lavanderas ni mariscadoras: todas las mujeres eran mujeres de presos, y a veces incluso les hacían llegar alimentos por mar, resguardados en las cunas de esparto de los bebés. Como sirenas que quieren que tengas el estómago bien lleno. Helena nunca había probado a hacerlo. Contaba a las hijas que temía que el agua salada malograse la harina de la empanada y el bizcocho, pero en secreto seguía soñando con que un día sería ella, cesto en mano, quien entregaría la comida a Raúl entre besos recién horneados.
Poco importaba que las vecinas le contasen que de la isla no salía nadie, que estaba llena de viejos a los que mandaban allí a morirse, que era un lugar sin esperanza. Ella veía aquel mar en calma e intuía que nada malo podía pasar dentro, que Raúl se sentiría como en casa entre las olas que lo acunaban en la chalana Lucero, que no valía la pena pensar en los que rumores que aseguraban que el hambre hacía comer ratas a aquellos hombres. Pero por si acaso, siempre llevaba la cesta llena, aunque no pudiera entregarla, aunque de vuelta a casa, una vez más sin verlo, se le atragantase la manzana entre lágrimas de rabia y estupor.
Cayó Raúl sobre el rocío de la mañana un amanecer de noviembre. A lo lejos casi se veía la casa de sus padres, tan viejos y tan abandonados. A unos metros quizás estuviese Helena, con las niñas pequeñas, como cada semana. En alguna carta furtiva le contaba cómo discurría una cotidianidad de la que hacía tiempo que él dejara de forma parte. A veces también le hablaba de Coral, pero siempre le extrañó aquella falta de detalles sobre su hija favorita, que ahora estudiaba en Santiago, y aún más la ausencia de sus palabras, ella que tenía aquella caligrafía tan primorosa y amaba juntar letras. Como está tan ocupada no podrá escribirlas...
Él no sabía si sus respuestas llegaban a la aldea, pero en ellas siempre ocultaba que era la hija a la que más echaba de menos. Tan parecida a él, tan extrañamente próxima desde el universo lejano en el que parecía habitar. Raúl supo en la isla que había infiernos en la tierra, e intuía que su hija mayor habitaba en otro y que la madre había abierto el portal y la había empujado dentro de aquellas brasas.
En una mañana que ahora se le antojaba de otra vida, Coral llevaba el pelo, rizado y salvaje, recogido con decenas de horquillas de colores. Olía a mimosas y a juventud. Era febrero, quizás marzo. Difícil saberlo en medio del infierno. Poco importa. Coral acababa de cumplir dieciocho y su madre le había cosido el mejor vestido que se podían permitir en una casa de marinero y modista. Rosa claro con bordados amarillos. Él había recogido algunas flores, y colocado un par en la coleta de su hija y otro en el bolsillo de su camisa. Le habría gustado tener una fotografía del último día en el que fueron felices.
Habían escogido un mantel de algodón blanco, pusieron a las niñas en el caballo y enfilaron el sendero de tierra junto a la casa, el cesto lleno de comida y la confianza en que vendrían tiempos mejores.
Una semana después, Raúl discutió con aquel a quien no se podía desafiar. Llegaron de noche, se lo llevaron cuando las hijas dormían. Los gritos espantaron al ganado y el ruido del motor despertó a los vecinos de los caminos por los que nunca pasaba nadie. Helena lloró, Coral salió de la cama en camisón, agarró a papá del brazo, le prometió que le enviaría la foto que habían acordado. La noche volvió al silencio mientras el camión se alejaba por el camino por el que ningún camión pasaba. Un mes más tarde, Coral entró en el manicomio.