La isla que supuraba sangre. Capítulo 10
10.
Los guardias emplearon toda una mañana en interrogar a Samuel. Todos fuimos pasando por la sala improvisada al aire libre entre los bancos de piedra junto al muelle. Nunca se había visto una comisaría tan hermosa. Las novelas y los poemarios habían quedado a medio escribir, engullidos por la historia más improbable jamás contada. Ninguna ficción podía igualar lo que estaba pasando al otro lado de las paredes de nuestros cuartos.
Cuando fue mi turno, me costó definir a Helena. Cómo contar que has convivido dos semanas con una persona hasta creer absorber pedacitos de su cerebro, cómo explicar que tuviste conversaciones hasta la madrugada con ella sobre temas que no contarías a nadie, pero que al mismo tiempo tienes el oscuro convencimiento de no poseer la más mínima idea de cómo siente, de qué piensa cuando te mira. Helena me hablaba mucho de su pasado, de una madre sin ternura, del padre ausente, de la abuela que había dejado de ser por otro y de la bisabuela viuda de un marinero fusilado. Hablaba también mucho de Manuel. Hablaba, en definitiva, de hechos y personas ajenos, sin desnudarse ella misma. Empleaba palabras intensas, hermosas a veces, indignadas muchas otras, palabras que ponían los pelos de punta o hacían sonreír, palabras de poeta consumada, pero que nada nos contaban de cómo todo aquello la hacía sentir. Helena abrió el primer día la cebolla de su vida pero allí se había quedado, en la superficialidad de la primera capa, la que no dejaba intuir lo que quedaba bajo la superficie de nuestros fantasmas.
Mi declaración tuvo muy poco de literaria y mucho de fáctica: hablé de sus horarios habituales, de las costumbres efímeras que habíamos establecido juntas en la isla, como el paseo de las doce de la mañana que solamente se había cancelado el día en el que había desaparecido, porque se había solapado con la marcha de Manual a la misma hora, de vuelta a tierra firme dejando atrás un corazón roto. Aquellos paseos entre bojes hasta el cenador acristalado con una única bombilla en el techo, encendida solo después del atardecer. Mencioné que le encantaba el arroz con leche, como si eso pudiese explicar algo, y me esforcé por contar cada detalle, cada gesto, cada palabra que le había dedicado a Manuel, porque tenía claro que él había sido el responsable de lo sucedido, fuera lo que fuera que hubiese pasado.
Pronto supe que no todos compartíamos la misma opinión. La desaparición de Helena abrió entre nosotros un muro de división que ningún verso acertaba a expresar. Mientras interrogaban a Samuel, Santi contaba que no lo creía del todo inocente. Se había enamoriscado de Helena, la había visto hablando con Manuel, supo instantáneamente que las opciones que con ella quizás vislumbraba para el futuro se habían hecho añicos con aquella visita. ¿Lo había aceptado? Un silencio que casi podía palparse recorrió la sala después de que Santi hablase, y una fisura se abrió entre él y nosotras.
Samuel llegó poco tiempo después. Restó importancia a su interrogatorio y nos contó que también Ramón había pasado por las preguntas de los guardias. Él había conducido a Manuel a la isla y lo había recogido tres horas más tarde. ¿Había detectado algún cambio entre uno y otro trayecto? ¿Había visto vestigios en su cuerpo o su ropa que contasen una historia sobre lo acontecido con Helena? ¿Puedes dejar entrever en tus comentarios que acabas de matar a alguien?
Iria y Mela fueron las siguientes. Cuando el atardecer se deslizaba sobre la isla, los cinco habíamos pasado ya por aquel interrogatorio. Con las linternas de los guardias violando la oscuridad de la noche, yo me preguntaba si podrían localizar a Helena o si, como en aquella historia que nos habían contado cuando llegamos, del jabalí que había cruzado desde Cangas y nunca había encontrado el arquero que debía capturarlo, también ella huiría para siempre, entre bojes y eucaliptos.