La isla que supuraba sangre. Capítulo 9
9.
La mañana siguiente a la desaparición de Helena despertamos con el barullo de agentes y helicópteros, con la calma rota de lo que no se puede volver a arreglar. Helena no había venido a dormir. La puerta del cuarto había quedado abierta, y sobre la mesa aparecían dispersas las últimas hojas escritas antes de que comenzara el infierno y su teléfono, con las llamadas perdidas y los Whatsapp de los que preguntan por ti cuando no estás.
Desde un principio echamos en falta la Réflex. No estaba en aquella habitación, caótica y desordenada como lo era ella misma. Sí había dejado atrás la cartera, las libretas con sus manuscritos, el ordenador Mac con el Spotify parado en una canción de Billie Holiday, “Gloomy Sunday”, pausada en mitad de la escucha.
Los cinco nos juntamos en el salón de los desayunos. La bandeja de fiambre, los pasteles, la fruta, todo seguía sin tocar ante el peso de la ausencia. Solo el café se consumía aquella mañana, llenando las mentes desesperadas, furiosas, convulsas. Cafeína en vena para intentar entender lo que no tenía explicación.
Samuel había sido el último en verla con vida. Helena le había devuelto el saludo y Manuel no había girado la cabeza. La recordaba con el jersey violeta abrigadito que se ponía cuando la isla se levantaba revuelta. Vaqueros rotos, zapatillas con margaritas en un costado y la cara llena de lágrimas. Le llamó la atención cómo las iluminaba el sol de la mañana, cómo los destellos de la tristeza la hacían todavía más hermosa a sus ojos.
Sabíamos que él sería el primer interrogado. No creo que le hubiese contado a los guardias, como sí nos lo había confesado a nosotros cuatro, que se había enamoriscado de ella, que a veces, cuando quería concentrarse en un verso o terminar una estrofa, se encontraba a sí mismo pensando en Helena y en sus rizos. Dos semanas en las que el tiempo se vuelve elástico pueden hacerte perder la cabeza, y él no recordaba cuándo había sido la última vez que una mujer lo había desnortado. Dos semanas en las que no tenía que concentrarse de ocho a ocho en aquel trabajo anodino le hizo darse cuenta de cómo su vida se había ido colando por los resquicios de los “debo” y los “tengo que”. Como si vivir fuera lo que quedaba en medio de las tareas, en vez de la obligación fundamental de cualquier ser humano.
Mientras lo llamaban para declarar, Samuel nos volvió a contar la irrelevancia aparente del último momento en el que había visto a Helena. En aquellos segundos no se percibía ni un atisbo de la tragedia que estaba por venir.
-Buenas, Samuel, nos vemos para comer.
¿Tienes hambre si estás pensando en suicidarte? Nunca sabes cuál será la última palabra que alguien pronunciará para ti.
Los demás compartimos las imágenes fugaces del desayuno del día en el que desapareció, la última vez que la habíamos visto. Como si aquel collage visual pudiese ayudar a recuperar a Helena. Mela recordaba que apenas había comido, enfrascada en sus pensamientos y la inquietud por la visita de Manuel; Santi había bajado muy temprano y la saludó fugazmente antes de regresar a su cuarto; Iria había contestado una llamada mientras Helena comía con desgana su yogur de fresa desnatado; yo la observaba a cada sorbo de café, mientras respondía, también con desgana, a mis preguntas sobre la visita casi inmediata que anhelaba tanto como temía recibir.
Porque aquella mañana, Helena era impenetrable como el muro del paredón. Terminó su yogurt, masculló un “Hasta después” desganado y siguió los pasos de Santi hacia su cuarto. Al terminar nuestro desayuno, Mela, Iria y yo nos cruzamos con ella en las escaleras. Llevaba el jersey morado, los vaqueros y los tenis de margaritas, el pelo rizado recogido con decenas de horquillas de colores. Se había pintado la raya del ojo también en violeta, un gesto de coquetería desusado en ella, un guiño a la Helena estudiante universitaria que no conocía el desamor ni el miedo. Salió casi corriendo para el muelle, y cuando llegué a mi habitación, la ventana me devolvió la razón para tanta prisa: el barco de Ramón estaba entrando en puerto y allí estaba Manuel, alto y bronceado, tal y como me lo había mostrado en su foto de Instagram.