La isla que supuraba sangre. Capítulo 5
El día que Helena nos habló de su madre, la isla amaneció cubierta por una niebla espesa, que hablaba de secretos familiares, noches sin luna e hijas sin padre.
Cuando Helena nació, su madre, Lucrecia, había cumplido los treinta y renunciado a sus sueños. A veces se preguntaba en el espejo si aquella mujer prematuramente envejecida era la misma que, con dieciocho, soñara con convertirse en abogada, la primera universitaria de la familia, la luz de los ojos de su madre, Lucía, quien la tuvo con la misma edad y los sueños también rotos. Eran otros tiempos, unos en los que poca perspectiva había para la hija de un marinero al que encerraran cuando ella despertaba a la adolescencia. Pero Lucrecia sí, Lucrecia cambiaría ese destino: buena estudiante, buena hija, el reflejo de lo que ella misma nunca pudo ser. A veces nos repiten tantas veces el mismo discurso que terminamos por creerlo propio.
Porque Lucrecia no quería ser universitaria, ni buena hija, ni siquiera buena. Había sentido el desapego del padre y la desesperación de la madre no amada, y se prometió a sí misma que un hombre la protegería y que ella protegería a los muchos hijos que tendrían juntos.
Ni una cosa ni la otra. Lo conoció a él, abandonó la facultad, cambió la toga por el mandil y los juicios por recetas amorosamente preparadas para un prometido que nunca llegaba a cenar. Lucrecia tenía cuando lo conoció una melena rojo fuego, rizada como la que heredó la hija, frondosa como los robles centenarios de la isla. Los hombres se giraban a su paso, murmuraban impertinencias, pero ella no repetiría los errores de la abuela, que se había dejado llevar por los ojos claros de un muerto de hambre.
Lucrecia se cortó el pelo y lo tiñó de negro el día antes de su boda. Su casi marido consideraba que ya había habido suficientes hombres girándose a su paso. Pero Helena nació y él se fue, cuando las raíces del pelo de Lucrecia comenzaban a ser rojas otra vez. Helena contaba, entre sorbo y sorbo del café de la mañana, que su madre siempre la había culpado de aquella huida. ¿Habría sido distinto si ella no hubiera nacido? ¿Podría haberlo retenido a su lado sin aquella niña colgada todo el día a sus faldas? La melena cortada y teñida había quedado como testimonio mudo de un pasado que nunca retornó. Para la hija siempre fue una madre ausente de cabello azabache y corazón igual de oscuro. Helena se preguntaba si papá se sentiría orgulloso, donde quiera que estuviera, de saber que ella, por fin, sí fue la primera universitaria de la familia. Le gustaría contarle que hacía buenas fotos y que lo perdonaba por haberla abandonado. Le gustaría haberlo capturado en una de aquellas imágenes de la Réflex. Cambiaría todas las carpetas de amantes de los jueves por la noche por un retrato con papá.
Helena no quería ser buena hija, ni buena madre, ni siquiera buena. Deshizo la madeja que mamá tejiera con delicadeza y se propuso a sí misma que no sería una Lucrecia detrás de un hombre, persiguiendo una maternidad que le generaba profundas inquietudes. Hasta que llegó Manuel. Era 2005 y llovía en Santiago. Como solo puede llover cuando tienes veinte años y el corazón ahogado por la pasión.