También los lugares duelen. También las heridas supuran piedra. Lo supe en aquella pared de granito que había sido paredón, en las huellas sobre la hierba mojada, huellas aún templadas de otros pasos que nos precedieron.
-Me voy.
Nunca sabes cuál serán las últimas palabras que alguien pronuncie para ti. Helena tenía 39 años y nunca había dado explicaciones.
Llegamos una mañana de noviembre. La poesía en los labios y las ansias de contar. Comimos juntos antes de empezar a escribir. Las moscas enredaban sobre el pan, las migas cayendo sobre el suelo desnudo de la cocina, y un invierno en el corazón de Helena. Aunque eso, entonces, todavía no lo sabíamos. El pelo recogido con la pinza que le habían regalado para su último cumpleaños, la sonrisa dibujada más que sentida.
La siguiente vez que la escuché hablar fue en el vídeo que su familia compartió en televisión. Para buscarla. Ahora ya no me estaba hablando a mí.
Bastaban diez minutos para recorrer la isla. Hacían falta millones de otoños e inviernos para olvidarla. Como el cuerpo de la persona amada, que nunca te cansas de mirar y remirar. Como tu propio reflejo, extrañado en el espejo, una noche de fiebre y convulsión.
El pequeño puente, casi un paso, separaba en su tiempo el mundo de los que sobrevivían de los que quedaban atrás, lisiados habitantes que a nadie importaban.
También los lugares duelen. También las cunetas hablan. Lo supe aquel día, con el sol cayendo tras la isla, borracha de memoria y de sangre. El día que Helena desapareció.
Esta es la primera entrega de “La isla que supuraba sangre”, una novela que voy a ir publicando por entregas, de manera exclusiva, a través de este boletín. Como en los viejos tiempos, como en esos periódicos antiguos que cultivaban la paciencia de su audiencia. Cada miércoles recibirás en tu correo un capítulo. El misterio, la memoria y las herencias femeninas son los protagonistas de esta historia. ¿Te animas a seguirme y a compartirla con más lectores y lectoras?