Josefa
Papá me hablaba de Josefa y yo creía ver en ella un tiempo antiguo, un océano de otoños y cosechas. Venida de un universo donde las mujeres llevaban pañuelo en la cabeza y vestirse de luto implicaba dejar de ir a fiestas y romerías, aunque tuvieses doce años.
Cometió Josefa dos pecados imperdonables: tener un hijo de soltera y ser pobre. Por eso, papá me contaba que nadie la visitaba en aquella casita en lo alto de una colina, llena de ratas que solo él le ayudaba a matar.
Josefa meaba de pie y no llevaba bragas, porque era hija de un tiempo de miseria donde las hijas de los pobres olían a meado y a nadie importaba si se infectaban en los caminos.
Los padres de mi padre le habían enseñado que Josefa tenía que comer aparte en la mesa, que no merecía compartir mantel con ellos. Pero papá se fue muy pronto de casa y entendió que aquello no era lo que merecía Josefa.
Por eso la visitaba a sus espaldas, hablaba con ella para que el hilo de la humanidad no se cortase, para que ella supiese que alguien la pensaba.
Josefa se despedía de él en la puerta de la casita de la colina, y cuando papá le decía adiós, le respondía que mejor un hasta luego. Nunca hace falta adelantar que una vez será la última.
Papá me contó la historia de Josefa y yo me pregunto si cabe tanto dolor en una vida. Si en otro tiempo y en el mismo lugar, yo podría haber sido ella. Por eso me aferro a la historia, a su pañuelo y sus hasta luegos. Porque mientras alguien nos cuente, seguiremos importando.