Hay destinos que quedan inscritos en la piel y otros que se imponen con la furia de lo inevitable. El de Herminia P., una mujer de sesenta años dedicada a sus labores en Corrales, Zamora, lo selló su marido, Liginio.
Estremece comprobar en su historia clínica cómo aquellos médicos ayudaron a Liginio a encerrar a su mujer. Cómo fue engañada al ingreso, cómo sus cartas jamás fueron enviadas. Cómo, en definitiva, nadie entendió el dolor de la madre que había perdido a una hija de 26 años.
Herminia estudió en un colegio de religiosas de Zamora y sabía leer y escribir. No necesitó, pues, dictarle sus palabras a nadie: lo que encontramos en su expediente son las frases que ella misma escribió, en una abundante correspondencia que no llegaría a su destino, pero que a nosotras nos permite ver a través de sus ojos una realidad injusta que no se cansó de denunciar. Cuando una mujer escribía, aunque la carta no terminase ni tan siquiera en el buzón, aunque fuese devuelta, aunque nadie la leyese, aquel proceso era ya en sí mismo un acto de poder frente a un manicomio que la quería muda y derrotada.
Herminia quiso denunciar en papel lo que no le permitían gritar. En una carta sin fecha escribe a sus hermanos: “Me trajeron engañada como a una niña diciéndome que comíamos en Verín y que cenábamos en Zamora, y cuál sería mi sorpresa cuando me dieron unas enfermeras que me encontraba en el manicomio de Conjo”. Tenía razón Herminia: la habían infantilizado, habían considerado que no era nada, una nota al margen, una pequeña a la que había que castigar como se encierra a la hija díscola.
Los días pasaban lentos y las visitas no llegaban. El 27 de noviembre de 1934 escribe a su hijo Alfonso: “Tienes que confesar dos mentiras graves, la primera que me escribirías todos los días y la otra que vendrías a verme a menudo, ni lo uno ni lo otro”. La carta nos habla, también, de una familia de clase media y de una madre preocupada por el futuro de un hijo a quien ya nunca más vería fuera de los muros del manicomio: “Tu primera paga de maestro en propiedad debe ser para mí… Dime cuando me contestes qué tal la casa Escuela y si hay parroquia, médico y botica y cuántos niños hay en la escuela y si hay clase de noche. Procura meter en la caja de ahorro en el banco Hispano todos los meses algo para en el verano poder veranear donde quieras”. La brisa en la cara, el salitre en la piel de un estío que nunca llegaría para ella.
A Herminia la diagnosticaron de psicosis maniaco-depresiva, y sus cartas fueron también un grito para reclamar una cordura que le fue negada. El 19 de enero de 1935 cuenta a sus hermanos: “Estoy aburrida de tanto manicomio. Esto es para locos, pero no para las que no lo estamos”.
Y allí, en la misma carta, la constancia del marido que decidió modelar su destino, cambiar el curso de su vida: “Me amenaza con que me vuelve a traer como así lo hizo, aunque él diga otra cosa… pero entre el padre y el hijo se empeñaron”. Hicieron oídos sordos los hermanos, y poco cristiano fue también el silencio de su cuñado, Joaquín, párroco de Valdefinjas, en Zamora, a quien escribió: “Gracias a Dios me encuentro muy bien, aunque tu hermano quiere demostrar lo contrario… En esta casa también continuaron palizas, chalecos de fuerza, cincha o cinto que es una cosa parecida y hasta esposas con llave y amarradita a la cama, si no por las monjas por las camareras, que son unas fieras”.
El relato de Herminia ilumina, como un foco hacia las sombras, las violencias que nunca quedaban al descubierto porque quienes las enunciaban no eran consideradas dignas de crédito y atención. Su historia clínica, como la de todas las compañeras que compartieron encierro con ella, no fue un simple contenedor de palabras asépticas: en la potencia de lo que cuenta transpira la violencia sobre el cuerpo de una mujer que a nadie importaba.
Al fin y al cabo, de violencia Herminia sabía mucho: había intentado suicidarse tras la muerte de su hija, cortándose las muñecas, golpeándose la cabeza. Pensó en tirarse al río, en arrojarse por la ventana. De esto último desistió “porque debajo del balcón había unos árboles que con seguridad me detendrían al caer, no me mataba y quedaba desnuda delante de la gente, era una vergüenza”. Me pregunto si dentro de la locura cabe la vergüenza por el qué dirán.
Me pregunto, también, qué pasó para que el 28 de enero de 1935 Herminia saliese completamente remitida a petición de su marido, y solo seis meses más tarde regresase tras haberse intentado suicidar y en un estado de depresión acentuado. Me pregunto por qué aquel marido que la había expulsado de su vida decidió volver a acogerla y si no era él, en definitiva, la causa de una locura que quizás nunca fue.
La historia de Herminia forma parte de Las locas que no lo eran, un libro sobre un manicomio olvidado en una tierra olvidada y el relato, en sus propias palabras, de las mujeres que lo habitaron.