Concha renqueaba subiendo la cuesta, siempre con un paquete de Gusanitos en el bolso. Tenía una cojera tan pronunciada como su soltería. Era hermosa como una mañana de lluvia en el Obradoiro y zurcía calzoncillos con primor, pero no encontraba marido. Mi abuelo recibía aquellos bóxers perfectamente cosidos y se preguntaba por qué su hermana había tirado todo por la borda aquella noche en la que se quedó preñada del vecino que al mes siguiente se marcharía a Buenos Aires para no volver.
Las vecinas que se encontraban con Concha en la feria murmuraba por la deshonra de aquella costurera habilidosa y bella que no había triunfado en lo que de verdad importa: el matrimonio. No les extrañaba: ¿quién iba a querer a una mujer que ya había sido usada?
Pero Concha no les había contado que hubo un tiempo en el que amó y fue amada, que era mucho más de lo que ellas nunca habían tenido. No entenderían que hay pasiones que no se olvidan y marcas que aprietan más que una media de nylon.
Era más fácil que siguiesen pensando que el bebé que no había nacido fue la causa de su soltería. Pero a ella no le había importado aquel embarazo que nunca prosperó. Lo verdaderamente importante sucedió después. Y se llamaba Manuel.
Así que, cada noche, después de subir la cuesta hacia su casa y dejar el paquete de Gusanitos sobre el mantel plastificado de la cocina, Concha no sujetaba melancólicamente el sonajero del hijo que no pudo ser: se quitaba la chaqueta, se desabrochaba el sujetador y allí, en medio de la copa C y sus pechos enormes y blanquísimos, encontraba la foto de carnet que Manuel le había mandado, el día antes de una boda en la que ella debería haber sido la novia.